The Studio (Temporada 1)

En los primeros minutos del segundo episodio llamado The Oner1, Matt (Seth Rogen) le dice a Sal (Ike Barinholtz): “Apuesto a que hay muchos ejecutivos que son un estorbo en el set, pero yo no”, mientras se acercan al rodaje de una nueva película dirigida por Sarah Polley (Women Talking) y protagonizada por Greta Lee (Past Lives). Lo que sigue es, por supuesto, una demostración de lo contrario: Matt se convierte en un estorbo absoluto de todas las formas posibles —y algunas inimaginables—, arruinando sistemáticamente una toma secuencia crucial que Polley intenta capturar durante la fugaz hora mágica, un atardecer irrepetible.

Mientras la producción dentro del episodio se enfrenta una ventana crítica de luz y una agenda ajustada, el segundo episodio se desarrolla también como un único plano secuencia, una coreografía técnica impecable (aunque trucada) que sigue a Matt y Sal desde su llegada en auto hasta la inevitable catástrofe final. Lo que comienza como un deseo de simplemente “presenciar la magia del cine” se transforma rápidamente en una cadena de interferencias desastrosas —desde sugerencias mal pensadas hasta accidentes logísticos—, culminando en un final que cobra sentido solo si se presta atención al detalle inicial. Todo esto, claro, ocurre dentro de un episodio de comedia que funciona también como una sátira aguda y una pequeña película de desastres. Es tan hábil en su ejecución que el espectador se entrega al caos con placer, posponiendo la reflexión meta hasta después de las carcajadas.

Este episodio encapsula la esencia de The Studio, una serie que dialoga con el legado del cine clásico mientras ridiculiza el Hollywood actual. En el panorama contemporáneo de las series de televisión, pocas producciones han logrado conversar tan profundamente con el legado del cine como The Studio. Esta producción no solo parece un eco de Birdman (2014), la aclamada película de Alejandro González Iñárritu, sino que también retoma los elementos más brillantes de la comedia clásica norteamericana —aquella que floreció entre los años 30 y 50— para ponerlos al servicio de una crítica mordaz sobre la industria del entretenimiento en la actualidad.

Matt Remick, flamante jefe de los ficticios, Continental Studios, parece verse a sí mismo como el heredero del legendario Robert Evans. Sin embargo, su visión romántica del oficio se estrella constantemente contra las realidades grotescas del Hollywood actual. Mientras su oficina se presenta con todo el estilismo nostálgico del cine de antaño —planos secuencia, autos clásicos, colores tierra—, su día a día lo ocupa negociando historias absurdas como hacer un blockbuster sobre Kool-Aid o una película de zombis con efectos escatológicos.

La fuerza de The Studio radica precisamente en esa doble mirada: homenaje y crítica. Como las comedias de la era del Código Hays, sabe bordear lo políticamente incorrecto con elegancia y subversión. Su sátira apunta a blancos contemporáneos: la burocracia kafkiana de los grandes estudios, la tiranía del algoritmo, la obsesión con las franquicias, la corrección política llevada al extremo, la cultura de la cancelación y la eterna dicotomía entre “arte” y “negocio”. Como The Player de Robert Altman, The Studio se ríe con amargura de la superficialidad y la codicia de Hollywood, pero también de su desesperada necesidad de ser relevante y “auténtico”.

La serie brilla especialmente cuando se entrega al absurdo total: ejecutivos que hablan en sinsentidos, reuniones creativas que solo producen humo, recelos entre productores y creativos. Sumado a percances delirantes: peleas físicas en pleno set, viaje noir por una cinta perdida, o un mal viaje de drogas que arrastra a toda la jerarquía del estudio. Por otro lado, The Studio también tiene algo de elegía. Bajo su ironía se percibe una añoranza genuina por una era de mayor ambición creativa, cuando incluso los grandes estudios apostaban por ideas arriesgadas. Y al mismo tiempo, la serie es producto de una de esas apuestas: una obra cara, excéntrica y original que se atreve a criticar al sistema desde adentro.

Uno de los grandes aciertos de la serie está en su desfile de cameos, que más allá de ser guiños vacíos, funcionan como parte integral de la narrativa. Desde Ron Howard hasta Paul Dano, pasando por Charlize Theron, Anthony Mackie, Zac Efron y Olivia Wilde, todos juegan versiones de sí mismos que parodian, exageran o subvierten la imagen pública que tenemos de ellos. El resultado es tan divertido como revelador. Ni siquiera Martin Scorsese escapa de este juego. No solo aparece interpretándose a sí mismo con una mezcla de ironía y desencanto, sino que lidera un grupo de celebridades atrapadas en los mismos absurdos que sus personajes. Que tanta figura respetada se preste al chiste revela el alcance de la sátira y, al mismo tiempo, la autoconciencia del medio sobre su propio declive.

Como en Birdman, en The Studio la música —particularmente el uso de la percusión y los elementos de jazz— se convierte en algo más que un acompañamiento: es una extensión del caos emocional de sus personajes, una coreografía rítmica del desorden mental y creativo que define la vida dentro de un estudio moderno. La influencia es clara: el caos controlado de Birdman, con sus largos planos secuencia y su banda sonora improvisada, resuena aquí como una especie de espíritu guía. Ambos relatos, en el fondo, se preguntan lo mismo: ¿qué significa “crear” en un sistema que lo ha convertido todo en producto?

Pero donde Birdman es introspectiva y existencial, The Studio se decanta por la comedia directa e ingeniosa, una que recuerda a la época dorada de Hollywood. Al igual que las mejores comedias clásicas —Some Like It HotSingin’ in the RainHis Girl Friday—, esta serie se construye sobre diálogos vertiginosos, personajes excéntricos y tramas absurdas donde el humor surge tanto del ingenio verbal como del caos físico.

En definitiva, The Studio no es solo una sátira ingeniosa y visualmente estilizada, es una serie burlona y lúcida de una industria que siempre ha sido tan brillante como disfuncional. Como los clásicos del cine que homenajea, nos hace reír mientras lanza sus dardos más certeros, y como Birdman, nos recuerda que el arte siempre camina al borde del abismo.

  1. Un “oner” (abreviatura de “one-take shot” o “one-er”) es un plano cinematográfico largo y continuo, sin cortes. ↩︎

Mtro. En Historiografía y cinéfilo.

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