The seed of the sacred fig

Mohammad Rasoulof es un director y disidente iraní, buscado por la policía en su país natal, donde ha sido blanco repetidamente de los tribunales revolucionarios islámicos. A lo largo de su carrera, ha recibido múltiples condenas de prisión y castigos corporales debido a su postura crítica contra el régimen.

Con 52 años, Rasoulof ha enfrentado diversas sentencias. En 2017, fue condenado a un año de prisión por su película El hombre íntegro, que retrata la lucha de un criador de peces de oro contra la corrupción sistémica. En 2020, su filme No hay mal, una feroz crítica a la pena de muerte que le valió el Oso de Oro en Berlín, le significó otra condena por “propaganda anti-gubernamental”.

Pero para su más reciente película —que aborda las protestas de 2022 tras la muerte de Mahsa Amini, detenida por no llevar el hiyab obligatorio—, las acusaciones se volvieron más severas: fue acusado de “colusión contra la seguridad nacional”, lo que derivó en una sentencia de ocho años de prisión, latigazos, multa y confiscación de bienes.

Los títulos iniciales de La semilla del fruto sagrado advierten que la película fue filmada en secreto porque “cuando no hay camino, hay que abrirlo”. Cuando esta película fue seleccionada para el Festival de Cannes del año pasado, el gobierno iraní interrogó al elenco y al equipo técnico, a quienes también se les prohibió salir del país. El 8 de mayo, menos de una semana antes del inicio del festival, Rasoulof fue condenado a latigazos y ocho años de prisión. Él y parte del equipo lograron huir a Europa, donde el director permanece en el exilio.

El contexto es crucial para la historia que cuenta La semilla del fruto sagrado y el mensaje que busca enviar. Iman (Missagh Zareh) es un abogado ambicioso que acaba de ser ascendido a investigador estatal, a un paso de convertirse en juez en el tribunal revolucionario iraní. Poco antes de que el movimiento “Mujer, Vida, Libertad” sacudiera Irán en septiembre de 2022, tras la muerte bajo custodia de Mahsa Amini, la vida de Iman cambia radicalmente. Sin embargo, estos acontecimientos afectan primero su vida doméstica antes que su ámbito laboral.

Con el ascenso, Iman recibe un aumento de sueldo y una vivienda mejor para su familia: su esposa Najmeh (interpretada por Soheila Golestani, actriz y activista contra el hiyab) y sus dos hijas universitarias (Setareh Maleki y Mahsa Rostami). Pero el nuevo cargo pronto revela su lado oscuro: se espera que Iman apruebe sentencias de pena de muerte sin revisar las pruebas. Le advierten que debe ser reservado incluso con amigos y familiares, pues cualquiera podría ser vigilado o utilizado para presionarlo.

Lo más inquietante es que recibe un arma para “proteger” a su familia, pero sin instrucciones sobre cómo usarla. Iman, ingenuo y desconcertado, la deja olvidada por la casa o la porta de forma absurda, metida en la cintura como si fuera un personaje de película. (Una decisión narrativa discutible, ¿realmente un investigador iraní manejaría así un arma?).

Atormentado, Iman le confiesa a su esposa Najmeh lo que le han pedido. Ambos intentan justificarlo: las leyes del país son las leyes de Dios, y no es su responsabilidad moral cuestionarlas. Lo que más desean es seguridad, estabilidad y prosperidad para su familia. Eso es lo que, aparentemente, el Estado les ofrece.

Sus hijas ven el mundo desde otra ventana: la de su habitación, sus teléfonos, y la realidad palpable de las protestas. A menudo, lo que muestra la televisión estatal contradice lo que ellas mismas presencian. La tensión crece cuando Sadaf llega al departamento de Iman herida, con el rostro lleno de perdigones. Najmeh la atiende, extrayendo los balines mientras la sangre corre por el fregadero. Es una de las imágenes más impactantes de la película, y marca un punto de quiebre: Najmeh comienza a alejarse emocionalmente de su esposo para aliarse con sus hijas.

Entonces, la pistola desaparece. Ese hecho desata una búsqueda desesperada, sacude a la familia y pone en peligro el puesto de Iman. Él, cada vez más paranoico, cree que una de las mujeres lo ha traicionado. Su ira tóxica impregna cada rincón del relato. La película, en su último cuarto, se convierte en un auténtico thriller. La pregunta de quién tomó el arma permanece abierta, como símbolo del miedo, la vigilancia y la pérdida de control.

The Seed of the Sacred Fig comienza con un texto que explica cómo las plantas —incluida la mencionada higuera sagrada— se reproducen mediante la dispersión de sus semillas, ya sea a través del clima o del excremento de aves que consumen estos frutos. La higuera sagrada es conocida por enredarse alrededor de otros árboles y estrangularlos. El título de la película sugiere vida u esperanza nacida en tiempos de violencia, pero obtenemos una metáfora distinta de inmediato: la primera imagen muestra pequeñas balas chocando sobre una mesa, como si fueran las semillas de una nueva era. Estas causan muerte en lugar de vida; no se trata de un montón de semillas que se expande, sino de la sangre de inocentes que se esparce por los suelos y muros de la sociedad.

Hay una clara división entre lo público y lo privado. La película se detiene ocasionalmente en los momentos simples de la vida doméstica: cocinar, reunirse en la sala, escuchar música. Así, cuando los teléfonos se convierten en protagonistas de la historia, queda claro qué tipo de intrusión representan: el mundo exterior irrumpiendo en el espacio íntimo, y la posibilidad de que ocurra lo contrario.

La omnipresencia de teléfonos inteligentes capaces de grabar cualquier cosa, en cualquier lugar, ha sido una bendición y una maldición para los gobiernos autocráticos. Por un lado, las protestas y las revoluciones incipientes pueden ser filmadas y difundidas, vistas en todo el mundo, lo que dificulta enormemente los intentos del autoritario por silenciar la disidencia.

Por otro lado, es posible convertir a cada ciudadano en un agente individual de vigilancia. Pensar que tu oficina podría estar intervenida es malo, pero saber que cualquier cosa que hagas podría ser grabada por tu vecino o incluso por un familiar es un poderoso incentivo para acatar las normas, incluso en la esfera privada. Y esos teléfonos… son pequeñas máquinas de vigilancia perfectas.

Mientras sus personajes lidian cada vez más con el caos exterior y sus implicaciones en el orden interno, la película corta abruptamente y nos traslada a otro drama. De pronto, lo que vemos es real: imágenes documentales en vertical de protestas callejeras, presumiblemente grabadas por ciudadanos. Esas son imágenes que cualquiera podría haber visto en su teléfono. La semilla del fruto sagrado nos invita a adentrarnos en la historia de una familia iraní, pero también a reconocernos como parte de ese tejido social más amplio, donde la represión y la vigilancia son realidades globales.

The Seed of the Sacred Fig deja menos espacio para empatizar con sus personajes masculinos, casi todos agentes del gobierno que hacen lo que se les ordena, ya sea atormentar emocionalmente a mujeres jóvenes o firmar órdenes de ejecución. En cambio, plantea que la tradición y el patriarcado son dos venenos entrelazados que se alimentan de la juventud y la vitalidad de sus subordinados (como el fruto sagrado invasivo que da nombre a la película). Este drama doméstico funciona como una alegoría del país entero, donde el miedo, la vigilancia y el control estatal erosionan los lazos familiares. A medida que los miembros de la familia se vuelven más desconfiados, se vuelven unos contra otros. El hogar comienza a sentirse como una prisión en sí mismo. Una mirada sin concesiones a la autoridad opresiva y la pérdida de control marcada por la ansiedad que pueden experimentar las figuras autoritarias.

Mtro. En Historiografía y cinéfilo.

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