The girl with the needle

Inspirada en la historia real de Dagmar Overbye, una asesina serial que aterrorizó a Dinamarca en la década de 1920, The girl with the needle no se entrega al sensacionalismo ni convierte su premisa en un drama criminal. En cambio, adopta una forma más compleja y, por momentos, insoportablemente oscura: la de un cuento de hadas para adultos, donde la maternidad, la pobreza y la desesperación se enredan como si fueran la misma cosa.

Curiosamente, Dagmar (Trine Dyrholm) no es la protagonista de esta historia. El guion, escrito por el propio Magnus von Horn junto a Line Langebek, desplaza la atención hacia Karoline (Vic Carmen Sonne), una joven obrera cuya tragedia cotidiana funciona como puerta de entrada al horror. Karoline queda embarazada de su jefe, Jorgen (Joachim Fjelstrup), quien le promete matrimonio hasta que su madre, símbolo de una clase alta que no perdona la mancha, la expulsa de sus planes con una frialdad despiadada. En un giro brutal, el regreso de su esposo, dado por muerto en la guerra y ahora desfigurado, completa un inicio que no es otra cosa que una sucesión de desgracias.

Sin lugar al que ir, sin redes de apoyo ni salidas dignas, Karoline intenta abortar con una aguja: el título de la película no es metáfora, sino testimonio. El intento es interrumpido por Dagmar, quien se presenta como una solución: le ofrece encontrar un hogar para el bebé a cambio de dinero. Karoline accede, pero la aparente redención se transforma pronto en una pesadilla aún más opresiva. Dagmar no está salvando a nadie.

La película se sumerge entonces en un tono de pesadilla progresiva, donde cada giro argumental refuerza una atmósfera de fatalismo implacable. Von Horn trabaja el horror sin necesidad de monstruos: bastan el hambre, la exclusión y el juicio moral de una sociedad que desprecia a las mujeres pobres que se atreven a desear o a parir. El director elige un blanco y negro de alto contraste, heredero directo del expresionismo alemán. Hay algo de El gabinete del doctor Caligari, de M, de Nosferatu, pero también ecos de Lynch (The elephant man) y del primer Lars von Trier. El claroscuro, el encuadre cerrado, los ángulos torcidos: todo conspira para mostrar un mundo deformado por el trauma, por la guerra, por la violencia invisible que arrastra a los cuerpos no deseados al margen de la historia.

Los rostros también están desfigurados, no solo el del esposo que regresa del frente. En un prólogo casi onírico, las caras se superponen, se borran, se disuelven en sombras. Karoline no solo pierde su lugar en el mundo, también su identidad. La cámara la encierra, la aplasta, la convierte en una silueta atrapada en un universo que se resiste a la luz. En muchos planos, solo el centro de la pantalla permanece iluminado, mientras los bordes se diluyen en una oscuridad sin contornos. Todo sugiere que esta historia no puede terminar bien.

La partitura, a cargo de Frederikke Hoffmeier, prescinde de melodías reconocibles y opta por una composición atonal y disonante, más cercana al diseño sonoro que a la música tradicional. Zumbidos, chirridos, llantos de recién nacidos y sonidos de ultratumba conforman un tejido sonoro que tensa los nervios hasta lo insoportable. Cada escena está atravesada por el eco de una angustia que no se disipa, incluso cuando llegan los créditos finales.

Von Horn no filma un panfleto, pero tampoco se esconde tras una supuesta neutralidad. Su cine no explica ni denuncia, pero observa con una claridad cruel. Si en Sweat (2020) indagaba el cuerpo femenino bajo el escrutinio de las redes sociales, aquí explora las cicatrices que deja una maternidad impuesta, vivida como castigo y no como elección. La película no busca redención: incluso su final —ligeramente esperanzador, si se mira con compasión— no anula el hedor de un mundo podrido, donde los monstruos no tienen colmillos ni garras, sino apellidos, linajes y manos maternales.

Y aun así, hay momentos de una belleza inquietante. Von Horn no moraliza ni predica. En lugar de eso, permite que lo simbólico invada lo concreto: una aguja como emblema del dolor y del deseo de no ser madre, un claroscuro que engulle a Karoline en cada plano, un mundo en blanco y negro donde el gris —la ambigüedad, la compasión— apenas tiene lugar.

El final podría interpretarse como una redención tenue: Karoline sobrevive, respira, y al menos en el plano simbólico, se eleva. Pero al espectador no se le concede tal alivio. Lo que permanece es el hedor. No solo el de los crímenes, sino el de una estructura social que castiga el deseo, la autonomía y la pobreza con una crueldad heredada. La podredumbre no es de los personajes. Es del mundo que los formó.

Mtro. En Historiografía y cinéfilo.

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