En el Delta del Mississippi de 1932, donde el polvo de los caminos se mezcla con el sudor de los jornaleros negros y el peso de las leyes Jim Crow, Ryan Coogler ha plantado su bandera más audaz. Sinners no es solo una película de vampiros: es un exorcismo cinematográfico donde el blues, ese hijo bastardo del dolor y la resistencia, se convierte en arma contra la blancura depredadora. Coogler, el mismo que llevó a Wakanda al Olimpo de Hollywood, usa ahora el horror sobrenatural para diseccionar un mito fundacional de la cultura negra: Robert Johnson y su pacto en el cruce de caminos. Pero aquí el diablo no es una figura nebulosa; tiene acento irlandés, canta baladas célticas y ofrece “igualdad eterna” a cambio de la identidad.
La historia parece simple en superficie: los gemelos Smoke y Stack (Michael B. Jordan en un doble papel que quema la pantalla), veteranos de la Primera Guerra Mundial y ex sicarios de Al Capone, regresan a Clarksdale con maletas llenas de dinero sucio y el sueño de abrir un juke joint. Compran un aserradero abandonado a un blanco que jura no ser del Klan (la primera mentira del filme) y reclutan a una constelación de marginados: Delta Slim (Delroy Lindo), un pianista que ahoga sus penas en whisky; Annie (Wunmi Mosaku), santera de Hoodoo y antigua llama de Smoke; y Sammie (Miles Caton), su primo adolescente cuyo talento para la guitarra parece salido de otro mundo. Caton, en un debut que debería ser ilegal por lo bueno, interpreta a Sammie como un profeta secular: cuando sus dedos rozan las cuerdas en I Lied to You, la película estalla en un éxtasis audiovisual. La cámara de Autumn Durald Arkapaw danza entre tambores yoruba, riffs de rock afrofuturista y bailarines que atraviesan siglos, como si la música fuera un portal a la diáspora. Es en este momento, cuando el blues se vuelve conjuro, que los vampiros hacen su entrada.
Remmick (Jack O’Connell) y su cohorte no son los nobles decadentes de Anne Rice ni los depredadores sexuales de The Hunger. Son inmigrantes irlandeses convertidos en chupasangres, criaturas que llegaron a América como parias y ahora reproducen la lógica colonial. Su propuesta es un espejo deforme del sueño americano: “Seremos una sola voz, un solo cuerpo”, prometen, mientras sus víctimas negras pierden sus rasgos y memorias. Coogler, con la complicidad del compositor Ludwig Göransson, convierte su música en un arma de doble filo: cuando entonan Rocky Road to Dublin —canción prohibida por los británicos durante la ocupación—, el film revela su núcleo político. Los vampiros no solo beben sangre; borran culturas, como hicieron los esclavistas al prohibir los tambores africanos.
Jordan construye a Smoke y Stack como dos caras de la moneda de la resistencia. Smoke viste trajes impecables como armadura contra el racismo; Stack sonríe mientras miente, usando su carisma como escudo. Pero es Sammie, el pastor convertido en bluesman, quien encarna la paradoja central: ¿cómo preservar un arte nacido del dolor sin que te devore? La respuesta llega en una secuencia donde los vampiros, ya dueños de medio pueblo, bailan una jiga sobre cuerpos negros inertes. No es casual que Coogler filme esto como parodia de las plantaciones donde los esclavos eran forzados a “divertir” a sus amos.
La partitura de Göransson, mezcla de espirituales negros y distorsiones industriales, funciona como personaje secundario. En el clímax, cuando los gemelos se enfrentan a Remmick, la música se descompone: los banjos se vuelven guitarras eléctricas, los coros góspel se transforman en alaridos. Es el sonido de la cultura negra resistiéndose a ser fosilizada. Sinners podría criticarse por su ambición desbordada (los vampiros llegan tarde, el mensaje político a veces grita), pero eso sería ignorar su logro esencial: convertir el blues en un acto de brujería contra el olvido. Como dijo Delta Slim: “Los blancos aman el blues… solo odian a los que lo crean”. Coogler demuestra que, a veces, el horror es el género más honesto para contar la historia americana.
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