Conocida simplemente como Nosferatu, esta película representa un momento cumbre del expresionismo alemán. Estrenada en 1922 y dirigida por Friedrich Wilhelm Murnau, uno de los directores más influyentes del cine mudo, nos regaló una obra que remite directamente a Drácula de Bram Stoker, llena de una empatía conmovedora. En lo personal, creo que es un filme que mueve fibras profundas; y si una película logra eso, ya ha ganado algo. Nosferatu nos invita a revivir el cine mismo, a mirar hacia el pasado para reconciliarnos con él.
La premisa de la cinta inicia con Thomas Hutter (Gustav von Wangenheim), un empleado de una compañía inmobiliaria. Un día, esta empresa recibe una carta del conde Orlok (Max Schreck) —Nosferatu, para los amigos— manifestando su interés en adquirir una propiedad. Thomas es enviado por su jefe al castillo del conde para concretar la venta. A partir de su llegada a aquel siniestro lugar, los sucesos extraños no tardan en aparecer.
Más allá de las cuestiones estéticas e históricas que marcan su importancia para el cine mundial, Nosferatu me parece una de las mejores adaptaciones del mito vampírico en la pantalla grande. Sin duda, es una de las representaciones más fieles a su esencia original. Propongo, por un momento, olvidar las modas actuales: esos libros y películas donde los vampiros brillan al sol, donde se prioriza la belleza superficial y el glamour por encima del horror o la tragedia. El género de monstruos ha sido golpeado duramente por estas reinterpretaciones modernas que, si aportan algo, es la deformación estética y narrativa de un mito que, en su origen, respondía a reglas mucho más profundas.
En Nosferatu: una sinfonía del horror, el monstruo sufre por su propia condición. Yo, personalmente, siento empatía hacia él, algo inusual tratándose de un antagonista. Resulta increíble lo que Murnau logra en escenas donde vemos a este ser abnegado, deseoso de la vida humana —de su vida pasada, si aceptamos que alguna vez fue humano—.
Es fácil dejarse seducir por la idea de una eterna juventud y la belleza perpetua que hoy domina el imaginario vampírico popular. Pero, ¿y si la eternidad no contuviera belleza física? ¿Y si ser inmortal significara arrastrar una existencia de fealdad y soledad? No sé si todos sienten empatía, miedo, asco o lástima al ver a Nosferatu, pero creo que una de las mayores virtudes de esta cinta, al igual que otras obras del cine expresionista —como El gabinete del Dr. Caligari—, es que nos invita a mirar más allá del “monstruo”.
Nos interpela a repensar cómo vemos a “el otro” en nuestra sociedad: no necesariamente al monstruo literal, sino al vecino, al extranjero, al desconocido. Esa capacidad de reflexión profunda sobre nuestra naturaleza humana es lo que convierte a Nosferatu en una obra maestra, no solo del cine de terror, sino del cine en su conjunto.
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