Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person

Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person, ópera prima de la directora franco-canadiense Ariane Louis-Seize, es una aproximación tan divertida como inteligente a la angustia y a la soledad adolescentes. Nos sitúa en un terreno narrativo que, aunque familiar, se despliega con matices propios: el relato de maduración vampírico, donde —según dicta la tradición del mito— no hay nada más romántico que clavar los colmillos en el cuello de la persona amada. Sin embargo, bajo la superficie de esta premisa se entrelazan las fibras de la metáfora vampírica para abordar con precisión tres ejes claros: los dolores de la adolescencia, el despertar sexual y la ética del consumo. Louis-Seize, hasta ahora reconocida por sus cortometrajes, presenta aquí una producción deliberadamente contenida, carente de ostentación visual o riesgo excesivo en la puesta en escena. Su estética respira un aire indie: planos estáticos que permiten que el diálogo se asiente, encuadres íntimos entre dos personajes, un uso moderado —casi austero— del color y la iluminación, decisiones que parecen obedecer tanto a un control consciente de la narrativa como, probablemente, a las limitaciones presupuestarias.

En el centro de la trama está Sasha, vampira quebequense incapaz de sentir deseo por la carne humana, en marcado contraste con su familia sedienta. El origen de esta anomalía remite a un episodio puntual de su infancia —encarnada entonces por Lilas-Rose Cantin—: durante su fiesta de cumpleaños, un payaso contratado para animarla fue sacrificado como ofrenda de iniciación para que bebiera su sangre. Demasiado asustada para participar, Sasha quedó marcada por un profundo trastorno de estrés postraumático que afectó su naturaleza: el ansia por la sangre se transformó en empatía, y sus colmillos jamás llegaron a crecer. En su adolescencia vampírica —equivalente a sesenta y ocho años humanos— vive con sus padres (Steve Laplante y Sophie Cadieux), alimentándose únicamente de las bolsas de sangre que ellos consiguen.

Una noche, observa a Paul (Félix-Antoine Bénard) en el momento exacto en que contempla el suicidio desde la azotea de su trabajo; él finalmente desiste, pero su gesto despierta en Sasha una curiosidad persistente que la lleva a seguirlo hasta un patio de grúas. Allí, revela sus cualidades vampíricas para asustarlo; Paul huye, se golpea contra una caja y sangra. Los colmillos de Sasha se asoman, pero ella es incapaz de matar. Huye, como si retrocediera de su propia naturaleza. Ante el incipiente crecimiento de sus colmillos y agotados de su falta de contribución al sustento familiar, sus padres deciden enviarla con su elegante y distante prima mayor Denise (Noémie O’Farrell), con la esperanza de que ella le enseñe el arte de cazar humanos.

El filme se detiene en el individualismo vampírico de Sasha, pero también en el encierro emocional al que la condenan sus circunstancias, ajenas a su control. Su deseo es doble y contradictorio: quiere encajar en su familia y que sus colmillos crezcan, pero sin tener que matar a nadie. Paul, por su parte, es un estudiante de secundaria sensible, víctima de acoso escolar cotidiano, con una madre afectuosa pero distraída. Su intento de suicidio, más que cancelado, parece pospuesto. La figura del vampiro que rehúye matar no es inédita, pero aquí se matiza con un giro ético: Paul, consciente de que su vida no tiene rumbo, se ofrece a Sasha como víctima “consentida”. Cuando ella propone pasar una última noche vengándose de sus agresores antes de consumar el acto, el espectador percibe que lo que en realidad pretende es demorar el momento… porque empieza a sentir algo por él.

Inspirada, quizás, por el progresismo de la cultura Gen-Z, Louis-Seize yuxtapone la figura arquetípica de una criatura depredadora con la fragilidad existencial de la juventud contemporánea. Su puesta en escena moldea la subjetividad de Sasha mediante la iluminación y el sonido, recursos que revelan tanto sus deseos ocultos como la soledad que la envuelve. Paul, convertido en su cómplice y “terapeuta emocional”, refleja en espejo la misma necesidad de conexión. El guion —firmado por Louis-Seize y Christine Doyon— equilibra ambos perfiles, situándolos en un punto medio que permite que su vínculo se encienda con naturalidad.

Sara Montpetit ofrece una interpretación reveladora, contenida y firme, capaz de capturar una soledad gótica adolescente sin recurrir a excesos. Transmite emociones densas con miradas sostenidas, gestos mínimos y un sutil sentido de la comedia. Bénard complementa desde la naturalidad, aportando humanidad y humor, con un lenguaje corporal que revela fragilidad sin caer en la caricatura. La relación que construyen es más dulce que erótica. Louis-Seize y Doyon toman un mito históricamente ligado al fetichismo y lo “deserotizan” con minuciosidad casi ascética: poca sangre, un romance reducido a miradas prolongadas y manos que apenas se tocan. El resto es un drama adolescente que, en su base, comparte patrones con otros del género: padres ausentes o desconectados, bullying físico y emocional, trastornos alimenticios y la necesidad de aprender a defenderse.

Durante buena parte del metraje, el vampirismo funciona como metáfora del despertar sexual femenino: Sasha teme impulsos que no controla y que al mismo tiempo la repelen. Su mudanza con una prima “salvaje y libre”, que seduce hombres con promesas de sexo kinky, refuerza esta lectura. Las interacciones con Paul se alejan del ritual de depredación y se acercan más a la torpeza de una primera cita, otorgando a la cinta un encanto doméstico; en otra versión, sin vampiros, seguiría siendo un estudio sobre cómo el amor —o el sexo— puede aliviar la salud mental. Se trata, en esencia, de dos adolescentes incómodos en su primera cita, con los clichés del cine juvenil: vinilo sonando, un baile improvisado, el silencio compartido en la cama, el inevitable “tal vez sería mejor si apagamos la luz”. Pero Sasha no puede hacerlo: sus colmillos no aparecen, la metáfora del deseo tardío cristalizada en lo físico.

Paul está tan perdido como ella: acosado en la escuela, aislado en el trabajo, incapaz de vislumbrar un futuro. Cuando Sasha confiesa que no puede matar, él se ofrece: si ella necesita hacerlo para vivir y él quiere morir, ¿por qué no ayudarse mutuamente? Es una premisa que, en su crudeza, se siente extrañamente dulce. Sin embargo, el filme evita un examen profundo de las implicaciones éticas de un consentimiento dado en estado depresivo, prefiriendo centrarse en la conexión emocional de los protagonistas. El trayecto de Sasha conmueve por su profunda humanidad: su lucha no es sólo contra el hambre o la tradición familiar, sino contra el miedo a dañar, contra el peso de las expectativas y, en última instancia, contra la posibilidad de tener que renunciar a lo que la hace sentir… humana.

Entre las secuencias más memorables destaca una, rodada en un único plano fijo, en la que Sasha y Paul miran a cámara mientras escuchan el disco favorito de ella, de fondo suena Emotions de Brenda Lee. Sin diálogos, sus rostros condensan romance, miedo, compasión, deseo e incertidumbre. Louis-Seize filma con un humor seco que evoca a Jarmusch —en especial Only Lovers Left Alive (2014)—, logrando mantener el equilibrio entre el drama y una comedia discreta. En esa misma línea, la cinta podría situarse junto a A Girl Walks Home Alone at Night (2014) y la mencionada de Jarmusch (2013) en una “trilogía no oficial” del vampirismo humanista. En las tres, los no-muertos dejan de ser monstruos para convertirse en espejos de la fragilidad humana: la vampira solitaria de Amirpour, que oscila entre la crueldad y la compasión; Sasha, que busca víctimas suicidas para no traicionar su ética; y Adam y Eve, sofisticados inmortales atrapados en un mundo que ya no comprenden. Comparten una estética marcada —del neo-noir en blanco y negro al coming-of-age gótico, pasando por el decadentismo hipnótico— y la visión de la inmortalidad como maldición. Todas, además, contienen escenas con vinilos y canciones que funcionan como cápsulas emocionales.

El ojo estilístico de Louis-Seize y la oscura, aromática fotografía de Shawn Pavlin dotan a Humanist Vampire de un aire de novela gráfica, especialmente en los encuadres cerrados o en las poses heroicas de Sasha, de pie sobre contenedores de carga, con el cabello sedoso levantándose como la cola de un gato irritado. La película habita una realidad paralela, sin teléfonos móviles ni era definida, un espacio atemporal ideal para narrar la vida de criaturas que, por naturaleza, no envejecen.

Pese a ciertos desequilibrios —el segundo acto se dispersa cuando Sasha y Paul se embarcan en cumplir los últimos deseos de él—, Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person se sostiene como una comedia oscura para una nueva generación, una rama fresca en el árbol del cine vampírico. Funciona sobre todo como drama adolescente, con la sangre como aderezo, sin permitir que la extravagancia de su premisa lo devore todo. En el fondo, su núcleo es universal: todos buscamos conexión, y ahí radica la ironía luminosa de esta historia sobre un vampiro que no quiere matar y un humano que quiere morir.

Te invito a leer mis textos de las películas citadas:

Mtro. En Historiografía y cinéfilo.

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