Nota: Es imposible hablar de Blade Runner 2049 sin spoilers, ya que la trama es muy endeble a eso. Por ello, invito al lector que no ha visto la película a regresar al texto una vez que lo haya hecho. Sin más consideraciones, empezamos.
Blade Runner (1982) fue concebida como una aventura de detectives en un escenario futurista, con temas propios de la ciencia ficción. Sin embargo, los guionistas tomaron los mejores elementos del libro y lograron construir una trama mucho más profunda, con claros tintes filosóficos. Al final, Blade Runner se convirtió en una de las disertaciones cinematográficas más importantes sobre la condición humana. Esa idea sigue siendo explorada en esta nueva entrega.
Estamos en California, en el año 2049, tres décadas después del primer filme. En algún momento tras 2019, la civilización ha sufrido un apagón —una pérdida masiva de datos— que paralizó a todo el planeta, lanzándolo al caos y dejando un agujero enorme en la historia registrada digitalmente. La Corporación Tyrell se ha declarado en quiebra y la Corporación Wallace, un nuevo gigante tecnológico dirigido por un visionario creacionista, Niander Wallace (Jared Leto), ha absorbido el control de la información, reviviendo el ya prohibido programa Nexus de replicantes.
La nueva producción de replicantes, una versión mejorada, obedece plenamente. Por consecuencia, los blade runners siguen activos y ahora cazan a las versiones antiguas para “retirarlos” (porque matar a algo sin vida es imposible). Nuestro protagonista —también un replicante— es un blade runner conocido como K (Ryan Gosling).
Recordemos que el problema con los replicantes de la primera cinta fue que habían desarrollado sentimientos, lo que dificultaba su esclavitud y les hacía ser conscientes —y estar enojados— por sus fechas de caducidad incorporadas. La primera escena con Dave Bautista pone el tono de toda la película y siembra el argumento: la duda sobre la existencia de algo más allá que los replicantes anhelan y atesoran como un recuerdo (un milagro) del pasado.
K, al encontrar los restos de Rachael, comienza a preguntarse si podría tener alguna conexión con el suceso acaecido a la replicante, quien aparentemente ha muerto a causa de un parto. Esto trae de nuevo la pregunta central de Blade Runner: ¿qué significa ser humano? Y los cuestionamientos se amplían: ¿cuáles son los recuerdos que nos hacen ser lo que creemos ser? O mejor aún, ¿qué hace que pensemos que somos lo que creemos? ¿Qué es el “yo”? ¿Qué es el alma?
El personaje central de Blade Runner 2049 cuestiona su identidad a partir de sus ideas, a la manera cartesiana del genio maligno: comienza a dudar de todo, de su origen y de su futuro. Se sabe replicante y, por tanto, no humano, pero se sensibiliza como uno. Esta es una incertidumbre enorme: la incertidumbre de su propia existencia. “Si acaso estoy soñando, si el mundo no es real”, filosóficamente hablando, es una provocación sobre lo que significa ser humano, la trascendencia y la empatía por los semejantes.
K tiene la necesidad de afecto, y por ello Joi (una inteligencia artificial holográfica que funge como su compañera) representa el impulso hacia la toma de conciencia de su propia humanidad. En este futuro, donde los replicantes obedecen plenamente a sus creadores, los cuestionamientos son más relevantes: “¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es esto? Una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente” (Israel Sánchez, 2016).
Su novia holográfica, predispuesta a complacer en todo a su dueño, se encarna en un ser material para llevar al extremo el placer de estar con K. La escena recuerda a lo visto en Her, pero aquí no resulta molesta ni incómoda; al contrario, nos sensibiliza.
Dr. Ana Stelline (Carla Juri) es una joven triste que vive en una holo-cámara climática y cuyo trabajo es fabricar recuerdos para implantarlos en replicantes. K la visita para determinar si un recuerdo particularmente molesto sobre un orfanato es real o producto de su imaginación. La respuesta encaja perfectamente para pensar que todos los recuerdos son cuestionables y que todas las identidades son mutables. Continuamos con lo cartesiano: “Todo esto es importante, valioso en tanto me pertenece, en tanto proviene de mí: soy yo quien duda, quien quiere, entiende, imagina, pues aunque lo imaginado pueda ser falso, imaginar es real y parte de mi pensamiento” (Israel Sánchez, 2016).
Dicho de otra manera, y como le sucede a Rachael en la primera cinta, la memoria de K, junto con el desarrollo de sus sentimientos y su capacidad racional, son la base de su identidad y autoconciencia como humano. Si K no tiene alma, ciertamente posee sus atributos. Joi (Ana de Armas), su pareja artificial, con quien sostiene conversaciones profundas, hace aún más interesante su exploración existencialista desde el punto de vista artificial.
La película tiene tantas lecturas que este espacio resulta reducido para abarcarlas todas, pero es necesario hablar del logro de Denis Villeneuve, quien supo emular la atmósfera desoladora y melancólica de la primera cinta sin convertirla en una copia vil. Aunque es una secuela —y cumple vehementemente como tal—, se siente más como una nueva historia dentro del mismo universo. Villeneuve no se pierde en reverencias a la original: expande su universo, haciéndolo nuevo, y mantiene la esencia noir y detectivesca de la primera.
Quizá la mayor diferencia sea que, mientras el 2019 de la primera película presentaba un futuro que se sentía viejo, en 2049 el futuro se percibe “estilizado”. A esto se suma el tono contemplativo de esta entrega, impulsado por las poderosísimas imágenes —no recuerdo una película reciente con tantos “perfect shots”—. El logro se debe, sin duda, a la labor de Roger Deakins en la fotografía. Sin exagerar, no creo que haya otra película de ciencia ficción desde Blade Runner con un diseño de producción y visuales de este nivel. Deakins está en su mejor momento —y vaya que lleva años así—. Además, la mezcla de sonido es muy detallada y potente: los gemidos metálicos hacen temblar los tímpanos, sumando a la estética cyberpunk.
Y sobre nuestra realidad, queda el cuestionamiento acerca del uso del CGI. Si el año pasado vimos de vuelta a la princesa Leia (Carrie Fisher) y a Tarkin (Peter Cushing), y ahora a Sean Young como Rachael, cabe preguntarnos por el futuro del cine: el cine después del cine. Tal vez en unos años veamos una nueva película protagonizada por Marilyn Monroe.
Si bien Blade Runner 2049 no es mejor que la original —ni pretende serlo—, esta nueva entrega nos lleva a replantearnos nuestra identidad como seres humanos, incluso en nuestro punto de origen. A 2049 no le basta con expandir el universo: nos obliga a reevaluar la original.
El futuro siempre me ha generado temor, por eso, cuando Hideo Kojima tuiteó que “cuando llueve instantáneamente, Tokio se convierte en la ciudad de Blade Runner”, me hizo replantear el futuro distópico como nuestra realidad. Al final, eso hacen las buenas películas de ciencia ficción: hablar del futuro (y sus males) para hablar del presente.
Para extender el placer, les dejo los cortos que narran lo sucedido entre 2019 y 2049.
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