Del norteamericano Damien Chazelle, quien debutó en 2009 como director con Guy and Madeline on a Park Bench, en 2014 nos entregó su segundo opus titulado Whiplash, una obra que tiene como tema de fondo la búsqueda obsesiva del éxito personal y profesional. Se trata de un filme lleno de giros inesperados, sumamente versátil en términos narrativos, musicalizado de manera estupenda, de un lenguaje interesante y con actuaciones extraordinarias. Acaso, hablamos de una obra mayor.
La historia nos presenta a Andrew (Miles Teller), un joven baterista que estudia en Shaffer, la mejor escuela de música del país. Andrew, en un primer momento del filme, tiene un encuentro con quien será su mentor: el temible/motivador/destructor pero ansiado y alabado instructor Terrence Fletcher (J.K. Simmons).
La trama, que parecería en un inicio una historia convencional —es decir, una teacher movie como cualquier otra—, comienza a rotar sobre su propio eje para ir desenvolviéndose de manera por demás inesperada, con giros abruptos que cambian el sentido de lo que el espectador podría prever: de ser una historia de apoyo entre profesor y alumno, pasa a convertirse en una lucha por alcanzar la perfección y por probar los límites naturales ante la exigencia académica. Cada giro aumenta y aumenta el dramatismo de la cinta, haciendo de esta algo trepidante.
¿Pero qué hace que, en su conjunto, esta cinta sea de una brillantez inusitada? Bueno, el guion es acaso tan obsesivo como la narración de la cinta: no escatima más que en lo mínimo para hacer referencia a personajes secundarios. Por ejemplo, la relación entre Andrew y su padre, al igual que la relación con su novia, son meros bocetos, sin profundidad; vaya, poniéndonos rigurosos, no aportan hondura a la trama.
Por otro lado, la musicalización es sumamente importante —más allá de la extraordinaria banda sonora creada específicamente para la cinta a cargo de Justin Hurwitz en su mayoría de los tracks—. Lo que se logra en conjunto con la imagen en pantalla es brutal. Aquí va lo que más me llamó la atención: la edición de Tom Cross es espectacular; la cámara funciona al ritmo de la música, el lenguaje visual y sonoro están a la par en perfecta conjunción, algo que es sumamente difícil de lograr. Vemos a la cámara emulando el ritmo del jazz, lo cual resulta fascinante. Además, hay un plus para los fanáticos del género: referencias musicales de la historia del jazz, como aquel puntual consejo de Fletcher a Andrew, apenas minutos después de la primera sesión juntos: “Bueno, entonces tienes que escuchar a los grandes: Buddy Rich, Jo Jones, Charlie Parker”; consejo que aplica no solo para la música jazz, sino para cualquier persona que quiera especializarse en algún tipo de arte.
Otro punto a favor, y es algo mayor desde mi perspectiva, son los actores: tanto Miles Teller, quien mostró ser una revelación entregándose de manera sobrenatural en cada sesión jazzística —cómo olvidar aquella escena en donde tiene que tocar “Caravan” y debe competir con otros dos bateristas para ganarse su parte en la pieza, luchando al borde del colapso físico—, como J.K. Simmons, que, sin duda, fue de lo mejor en cuanto a actores de reparto en 2014. Simmons está irreconocible: su papel de profesor exigente, también obsesivo con la excelencia, hace de esta relación entre maestro y alumno un deleite/desagrado que deja pensando por varios días en si los objetivos justifican los medios.
De manera global, todas las cosas antes dichas se conjugan para ofrecer al espectador una experiencia imperdible: de sonoridad e imagen; de obsesión por la grandeza; de cámara al ritmo del jazz. Es una verdadera maravilla. Ojalá que quien la vea lo haga en una sala de cine y pueda apreciar todos los significantes que hay en ella, dotándolos de significados ya sea similares o distintos a los que aquí mencioné. Al fin y al cabo, hay películas para todos.
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