El aroma del pasto recién cortado, de Celina Murga, encuentra su punto de partida en un terreno que remite vagamente a Maridos y esposas de Woody Allen, aunque aquí la acción se traslada al Buenos Aires contemporáneo. Se trata de un drama contenido, íntimo y reflexivo, que, si bien corre el riesgo de ser repetitivo, se compensa a través de una observación minuciosa de las relaciones humanas en todas sus formas: entre esposos, padres e hijos, empleados y empleadores. Es un estudio incisivo del vínculo entre docentes y alumnos, una relación peculiarmente íntima que se construye, paradójicamente, desde una cierta distancia.
Murga centra su atención en Pablo (Joaquín Furriel) y Natalia (Marina de Tavira, nominada al Óscar por Roma de Alfonso Cuarón), dos profesores de agronomía que imparten clases en una universidad pública. Ambos están casados, tienen hijos, sin embargo, parecen flotar en una rutina existencial marcada por el tedio emocional. Sus vínculos conyugales no están rotos, pero sí congelados: comparten cama sin tocarse, cruzan frases vacías como “lo que tú quieras” o “me da igual” como si fueran instrucciones protocolarias. Sus explosiones de ira parecen motivadas no tanto por el conflicto como por el deseo reprimido de sentir algo. Cualquier cosa.
Y es precisamente en esa inercia donde emergen Gonzalo (Emanuel Parga) y Luciana (Verónica Gerez), dos estudiantes jóvenes, carismáticos y —por supuesto— peligrosos, que encienden un fuego en las vidas de Pablo y Natalia. Al principio, la atracción parece inocente: fresca, juvenil, prohibida. Pero esa chispa, lejos de apagarse, enciende una combustión emocional cuyas consecuencias pronto desbordan la pantalla. Las redes sociales son una amenaza latente: fotos de ambos profesores con sus respectivos amantes circulan en línea, y lo que parecía una aventura privada se convierte en una pesadilla pública. Las consecuencias no solo son profesionales, también íntimas. Lo sabían desde el principio, pero eligieron avanzar, como si desear implicara inevitablemente arriesgar.
La estructura narrativa que propone Murga —coescrita junto a Gabriela Larralde, Lucía Osorio y Juan Villegas— es deliberadamente simétrica: las historias de Pablo y Natalia avanzan en paralelo, aunque nunca se cruzan. No es una decisión extraña, pero sí una que pone a prueba la atención del espectador, sobre todo porque los diálogos, las emociones y los ritmos de ambos personajes son casi reflejos. Sin embargo, esta elección permite resaltar lo que verdaderamente distingue sus procesos: los matices.
Es cierto que el guion no propone giros narrativos sorprendentes. Lo notable está en cómo se construye la tensión desde la repetición. Alternando entre las vidas paralelas de Pablo y Natalia, la cinta nos muestra su descenso hacia la traición con una cadencia que no busca juicios, sino comprensión. Ambos personajes se sumergen en relaciones extramaritales sin saber que están viviendo, casi exactamente, la misma historia.
La infelicidad de Hernán y Carla —las parejas oficiales— no es retratada como causa o justificación, sino como un elemento más del cuadro mayor. La distancia emocional entre ellos es palpable: diálogos sin energía, cuerpos que no se buscan, silencios densos. Todo está ahí, pero nunca dicho en voz alta. Y esa represión es, justamente, lo que vuelve tan convincentes los deslices de Pablo y Natalia: más que una búsqueda de placer, parecen una súplica por validación, por redescubrir un yo perdido entre hijos, trabajos, rutinas.
Conforme se acerca el final, las similitudes y diferencias entre los protagonistas se tornan más evidentes. Natalia es más contenida, más cautelosa. Su relación con Gonzalo se cuece a fuego lento; su despertar no es inmediato, pero sí profundo. Pablo, por el contrario, se lanza casi sin dudar a los brazos de Luciana, cuya presencia lo hace sentir nuevamente joven, deseado. Y mientras Hernán reacciona a la traición con distancia, optando por salir de casa temporalmente, Carla elige quedarse, padeciendo en silencio. Cada personaje reacciona de manera distinta, y eso le da textura al relato.
Este contraste, entre las relaciones formales y las infidelidades puede ser visible en las camas. Las escenas conyugales, filmadas con distancias calculadas, muestran espacios inmensos entre los cuerpos, como si compartieran el mismo lecho, pero habitaran mundos distintos. En cambio, los encuentros con sus estudiantes están cargados de cercanía, de contacto piel a piel, cubiertos por sábanas que más parecen cómplices que testigos. Son imágenes delicadas, coreografiadas casi como cuadros renacentistas, y transmiten más que cualquier línea de diálogo.
La película avanza con un ritmo pausado, pero sobrio. No busca emitir juicios morales. Y ahí radica su mayor virtud. Ambos protagonistas tienen aventuras; ambos sufren las consecuencias. Pero mientras Natalia parece haberse castigado antes siquiera de cometer la falta, Pablo actúa primero y reflexiona después. Aun así, hay algo en ellos que resulta enternecedor: su infidelidad no se vive con cinismo, sino con una mezcla de miedo y esperanza que rara vez se muestra con tanta honestidad en pantalla.
El desenlace evita deliberadamente la obviedad. No hay redención ni castigo ejemplar. No hay escena en la sala de profesores donde se crucen las miradas. Cada uno enfrenta las secuelas por separado, intentando reconstruir lo que queda de sus matrimonios. Y aunque sus traiciones sirvieron para sacudirlos, no está claro si esa sacudida será suficiente. ¿Debieron pagar un precio más alto? ¿Fue demasiado indulgente el destino con ellos? Eso dependerá, tal vez, de nuestra propia idea del matrimonio y del deseo. Porque por más destructivo que este último pueda ser, también es, como sugiere la película, inevitablemente efímero. El matrimonio, en cambio, se promete eterno. De ahí que los votos insistan en “las buenas y las malas”. Lo malo llegará, sin duda. La cuestión es si uno logra seguir adelante o tendrá un límite a soportar.
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