En su octavo largometraje, Wes Anderson (Moonrise Kingdom, 2012) demuestra una obsesión por los detalles que le permite lograr una obra del más alto nivel. Sin duda, es lo mejor que ha realizado hasta el momento.
El argumento del filme se centra en la región ficticia de Zubrowka y narra cómo Zero Moustafa, quien comienza siendo botones, llega a convertirse en dueño del Gran Hotel Budapest. Esta historia inicia en los años treinta y se desarrolla a lo largo de la primera y segunda mitad del siglo XX, con momentos de comedia absolutamente irreverente y acción plena e hilarante.
Lo que marca a esta película es la obsesión por la perfección en todos los sentidos. Wes Anderson pone sobre la mesa todos los elementos que ya había explorado en sus anteriores cintas, pero ahora —tras algunos años de experiencia, recordemos que es un cineasta joven— los manifiesta con un desarrollo estético pleno.
Desde el primer momento, lo que salta a la vista son los encuadres. La búsqueda y ejecución del encuadre centrado impera a lo largo del metraje: ya sea que el personaje esté en el centro de la escena o alineado de manera simétrica con algún objeto. Tanto en escenas de planos abiertos como cerrados, en la acción o en momentos de comicidad, los encuadres están sumamente cuidados.
La imaginación de Anderson se desborda durante toda la cinta. Es increíble la cantidad de detalles que se pueden observar, insertos en cada locación. Podemos hablar del diseño de interiores de cada mansión, hotel o monasterio, todo acompañado de un manejo de cámara espléndido. El buen gusto por el arte se hace presente, ya sea mediante el uso de obras creadas específicamente para la cinta o a través de una arquitectura muy ad hoc al estilo del filme. Todo es elegante.
Por si esto fuera poco, además del despliegue estilístico de Anderson, hay un desfile de estrellas cinematográficas entre las que destacan Ralph Fiennes, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jude Law y Edward Norton. Sobra decir que cada uno de estos consagrados actores cumple cabalmente con su papel. De hecho, el guion no exige demasiado de ellos.
La obra de Anderson está basada en los escritos de Stefan Zweig y presenta una narrativa sumamente fluida que logra enganchar al espectador desde las primeras escenas. Para conseguir dicho efecto, se utilizó una banda sonora que acompaña perfectamente cada momento, haciendo de cada secuencia un prodigio dentro de la filmografía de Anderson. En el subtexto, más que una comedia, la cinta parece una tragedia; el desenlace así lo confirma.
Si este fuera el último filme de Anderson, estaríamos ante su obra más grande. Magnífica.
Be First to Comment